A estas
alturas nadie duda de mi absoluta devoción por los Medias Rojas. Todo
el mundo sabe que soy un fiel y buen patriota de la Red Sox Nation, pero
parece que hay vida más allá de Fenway. Para hablar de ello nace Elevado a los jardines.
Hay unos pocos jugadores de los que nunca nos olvidaremos. Un reducido grupos de elegidos que encabezan las tablas de hits, cuadrangulares, strikes o partidos ganados. Sus dorsales has sido retirados y vigilan orgullosos los distintos parques de la MLB. Su legado se preservará en el Salón de la Fama de Cooperstown y los padres hablaran de ellos a sus hijos. No hace falta decir sus nombres. Todos sabemos quienes son. Al igual que sabemos que Kershaw, Pujols o Jeter se unirán a ellos en algún momento.
Como hemos dicho estos privilegiados son una minoría. Un pequeño porcentaje que gracias a sus espectaculares actuaciones escapan del pelotón de los olvidados. En este segundo y nutrido grupo nos encontramos con la morralla. Con los jugadores medios que solo existen porque son necesarios para disfrutar de la estrellas.
La mayoría serán olvidados, pero el recuerdo de algunos de ellos merece ser rescatado. Aquellos que teniéndolo todo para triunfar se perdieron por el camino dejando solo unos pequeños destellos. No hicieron lo necesario para convertirse en leyendas, pero si lo suficiente como para ser recordados como jugadores de (porque no decirlo) culto.
Pascual Pérez llegó a ser All- Star en 1983, pero el dominicano no entendía el béisbol sin la cocaína y las gamberradas. Hablaba con la bola antes de los pitchs, celebraba cada ponche como si fuera un gol y realizaba los lanzamientos a primera base por debajo de sus larguísimas piernas. En 2012 fue asesinado en extrañas circunstancias.
Bill Lee siempre amó el juego, de hecho llegó a lanzar en las Ligas Independientes con 65 castañas cumplidas. Su problema fue que los canutos le frieron la cabeza poco a poco. Acabó haciéndose maoista y decidió que la mejor manera de acabar con la Guerra Fría era que los rusos aprendieran a jugar al béisbol. Nunca lo consiguió.
En 1984, con solo 19 años, Dwight Gooden fue Rookie del Año. La temporada siguiente ganó el Cy Young y la Triple Corona. Aguantaría en la liga hasta el 2000, pero siendo una sombra de lo que podía haber sido. Lesiones, problemas con la justicia y coqueteo con las drogas impidieron que fuera uno de los mejores de la historia.
Steve Howe no es que coqueteara con las drogas y el alcohol, sino que se zambulló en una piscina de whisky en la que flotaban fardos de cocaína. Fue novato del año en 1982 y All-Star en 1983. Después de esto acumuló hasta siete suspensiones del comisionado por abuso de sustancias y ostenta el dudoso honor de haber sido el primer jugador al que se le prohibió jugar de por vida en la MLB (aunque el castigo se anularía). Apareció muerto en su coche con restos de metanfétamina en el organismo.
Ejemplos recientes de esta dinastía de one hit-wonders son Sabathia, Hamilton, Sandoval o Verlander. El ahora pitcher de los Yankees llegó al Bronx con contrato de ace estrella pero nunca terminó de cuajar. El año pasado reconoció que era alcohólico y que estaba luchando por recuperarse.
En 2010 parecía que Josh Hamilton iba a ser el próximo devorador de mundos. Después de años luchando contra sus adicciones explotó y guió a los Rangers a jugar dos Series Mundiales consecutivas. Para alguien con sus antecedentes California no parecía un destino recomendable, pero los Angels le dieron 125 millones de dolares por cinco temporadas. Hamilton encontró en el alcohol, las drogas y las strippers un buen sitio donde gastarlos.
El sobrepeso de Sandoval siempre ha sido motivo de debate. Cuando el rendimiento del tercera base era bueno las críticas caían en saco rato. El problema ha venido cuando después de firmar un contrato millonario ha empezado a jugar horriblemente mal. Se habla de una adicción a la comida que el MVP de las World Series de 2012 no reconoce. Parece que el jugador que maravilló en San Francisco se ha ido para no volver.
Lo de Verlander es menos grave y muchos le entienden. No se ha abrazado a la botella ni ha convertido su nariz en una autopista. Simplemente ha decidido que las voluptuosas curvas de Kate Upton le hacen más feliz que sus peludos y sudorosos compañeros.
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La Upton con la gorra de los Tigers. |
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